Siempre había sido una princesa,
y todas las princesas tenían un príncipe azul.
Todas menos ella.
Y empezaba a perder la paciencia.
Se peinaba la larga melena a diario,
y salía en busca de ese amor a primera vista.
Todas las princesas tenían su príncipe,
al menos las de los cuentos,
las que no tenían las puntas abiertas, o un mal día.
Las que siempre tenían un conjunto favorecedor.
Ella, aun así era una princesa,
y se arriesgaba a besar sapos,
muchos sapos que dejarían mella,
sapos que solo eran sapos.
Porque eso es lo que hacen las princesas sin príncipe,
besan sapos.
Y ella, con príncipe o sin él,
era una princesa.