Voy caminando por la orilla de una playa desierta,
marcando mis pies en la húmeda arena,
marcandolos fuerte para que el agua no los borre.
Dejo los zapatos en una pequeña duna fria y fina,
y me siento a observar cómo las nubes se deslizan hacia el borde del mar.
Aquella linea en la que el sol hace equilibrios cada tarde,
cuando se acerca la noche,
como en un espectáculo circense en el que la actuación es distinta cada tarde.
Aquella línea donde se pierden los barcos al atardecer,
y hacia donde huyen los peces de la orilla.
Sin darme cuenta, la marea ha subido,
y arrastra parte de mi vestido con su retroceso,
dibujando lineas de arena en los pliegues al retirarse.
Apenas quedan nubes a las que observar antes de que llegue el alba,
los ruidos y la vida.
Vuelvo a hundir mis pies en el agua, llegando casi hasta mis rodillas.
Un par de pequeños peces se acercan a mi curiosos,
no son de esos de pecera,
de los que temen una mirada, o a un rayo de sol.
Juegan con mis pies inmóviles.
Con el alba todo despierta, la playa deja de estar desierta,
y mis peces se espantan.
Tras una noche acompañando a las nubes a su descanso,
me retiro.
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