Estoy acostumbrada a hacerme daño a mi misma.
Y ya no me temo, ni me detengo cuando siento que me voy a atacar.
No paro mi mano hasta que no se estrella contra el cristal.
Es una especie de trato conmigo misma.
Aguantar el daño que me haga hasta que necesite gritar.
Y, preferiblemente, que sea propio e intransferible.
Pero no soporto dañar a otros.
Ni por mi bien ni por el suyo.
Y ahora me atormento, me paralizo, pierdo el sueño, tiemblo y quiero gritar.
Sé que no está bien y que esta no es la solución.
Que me arrepentiré.
Pero yo ya no sangro con mis cortes.
El resto sí.
Y eso es lo que más temo, y uno de los cortes más profundos.
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