No eran más que unos niños,
unos niños que se escondían.
Sin saber de quién o de qué.
Hablaban en susurros,
sonrientes, confidentes
amigos.
Una cerilla les iluminaba la cara,
y hacía brillar sus ojos,
hasta que apurados la soltaban,
para no quemarse los dedos.
Y encendían otra.
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